Publicado en Jurídica N° 223 / del martes 4 de noviembre de 2008
Después de once años de gobierno autocrático y corrupto (1919-1930), el presidente Augusto Bernardino Leguía y Salcedo, tuvo que sufrir las consecuencias de su excesivo autoritarismo y de muchos actos y disposiciones dictatoriales que no sólo permitieron la violación de los derechos civiles y políticos fundamentales de millones de peruanos, sino, también, el ilegal enriquecimiento de muchos empresarios, industriales, agricultores, funcionarios públicos y periodistas. Todos ellos, crearon una nueva clase plutocrática en nuestra sociedad de los años 20, en adelante, y que, en verdad, después de la caída del dictador se diluyó lenta y progresivamente.
Empero, lo fundamental es que durante los once años de administración leguiísta –período conocido como “el oncenio” en nuestra historia nacional-, el autócrata estimuló la corrupción de funcionarios públicos de todo nivel y ciudadanos en general –senadores, diputados, jueces, militares, policías, abogados, intelectuales y periodistas- con la finalidad de que avalaran las reformas constitucionales y legales que le llevaron a las sucesivas re-elecciones de 1924 y 1928 (período presidencial de 5 años por la Constitución de 1920), alterando el orden jurídico y, consecuentemente, la paz y tranquilidad sociales. Sin embargo, hay que ser justo en reconocer que Leguía no fue cruel ni malvado con sus adversarios, empero, sí rígido y, quizá, hasta demasiado severo.
Como candidato a la presidencia de la República en 1919, Leguía volcó toda su experiencia de gobernante que había acumulado durante el ejercicio del poder en su primer período constitucional, de 1908 a 1912 (período presidencial de 4 años de acuerdo con la Constitución de 1860). Para entonces llegó a la Presidencia de la República bajo el manto protector del todopoderoso Partido Civil en unión con el Constitucional, dejando de lado al Partido Demócrata. Hubo un cambio significativo en las fuerzas y alianzas políticas. En efecto, el primero había sido uno de los principales artífices, junto con el Demócrata, para iniciar y construir la grandeza y esplendor que tuvo el país durante la llamada República Aristócrata. Sin embargo, casi al final de su administración, el diminuto Leguía sacó a relucir su autoritarismo que lo distanció física e ideológicamente de la representación civilista que conformó “el bloque parlamentario”, dirigido por los juristas José Antonio Miró Quesada de la Guerra (Callao 1875-Lima 1935), José Matías Manzanilla Barrientos (Ica 1867-Lima 1947) y Amador Felipe del Solar Cárdenas (Lima 1863-1926), entre otros.
Posición anti-civilista que Augusto Bernardino la acrecentó años después, al presentarse como candidato independiente apoyado, fundamentalmente, por la clase media, la juventud universitaria, constitucionalistas, obreros, socialistas y algunos demócratas. Es decir, por las clases mayoritarias a las que les ofreció una “Patria Nueva”, con un nuevo orden jurídico, social y económico que haría justicia a los millones de pobres e indios, a lo largo y ancho de la patria. Era un nuevo Leguía que traía la modernidad y la riqueza al Perú, asegurando las reformas que se habían impuesto en otras latitudes mediante cruentos actos revolucionarios, como en México (1910-17) y en Rusia (1917-19). Él ofrecía hacerlo en paz, con trabajo para todos y la seguridad de alcanzar el bien común y el bienestar general que el pueblo ha esperado 100 años.
Entonces, ¿qué duda cabía de que Leguía saliera nuevamente elegido Presidente de la República?. Obviamente, ninguna. Y así fue. Tuvo una inmensa mayoría que le respaldó. Sin embrago, dudando de que su antecesor y ex socio civilista, el abogado y presidente de la República, José Simón Pardo y Barreda (Lima 1864-1947), le transmitiera el mando, decidió darle un golpe de Estado, el 4-07-1919, con el apoyo de la gendarmería y el silencio cómplice del Ejército y de la Marina. Para la fecha, aún no había aviación militar. Ésta recién estaba en gestación, para lo cual el segundo gobierno de Pardo (1915-1919) dictó el D. Supremo del 28-01-1919.
LEGUÍA PRESIDENTE
Ya en el poder, Leguía comenzó a cumplir con su programa de gobierno en beneficio de los desposeídos y olvidados de Dios. Por ejemplo, de inmediato convocó a una Asamblea Nacional Constituyente (1919) que estuvo integrada por ilustres juristas como Javier Prado y Ugarteche (Lima 1871-1921), Mariano Hilario Cornejo Centeno (Arequipa 1866-París 1942), Mariano Nicolás Valcárcel Salazar (Arequipa 1850-1921), entre otros, y que sancionó la nueva Constitución de 1920. Jurídicamente, esta Carta cambiaba la realidad nacional al reconocer al indio y a las comunidades indígenas que su antecesora conservadora de 1860, olímpicamente había ignorado por completo. Era, pues, una moderna ley fundamental eminentemente social. Así también, promulgó los nuevos códigos: 1) Procedimientos Criminales de 1920 (Ley N° 4019, de 2-01-1920/ Cód. Víctor M. Maúrtua); y, 2) Código Penal de 1924 (Ley N° 4868, de 19-01-1924/ Cód. Mariano H. Cornejo) que modernizaron la tipificación e impartición de justicia penal, desterrando –para entonces- la arbitrariedad y abusos de los jueces, secretarios y gendarmes (policía) que, en ambos casos, aplicaban la vieja codificación de 1863, tanto sustantiva (Código Criminal) como adjetiva (Código de Enjuiciamiento en materia criminal).
Con el afán de constituir una policía profesional, Leguía creó la Guardia Civil del Perú –mediante D. Supremo del 3-07-1922-, copiando la estructura y manuales de su similar de España, para lo cual contrató la misión española al mando del coronel GCE Pedro Pueyó España, quien impuso un equivocado concepto jurídico-político de orden público, dándole el mismo significado de “orden callejero”, igual al que la Real Academia de la Lengua Española venía definiendo desde el viejo orden monárquico. Situación que, posteriormente, le traería grandes problemas políticos y sociales a Leguía. Asimismo, promovió el crecimiento y la consolidación de la aviación militar, creando el Cuerpo de Aviadores Navales de la Armada Nacional, mediante D. Supremo del 26-01-1920, en el cual su hijo menor, Juan Leguía Swayne, fue incorporado y asimilado con el grado de capitán de corbeta, y a quien se le atribuye ser su verdadero fundador.
En verdad, el joven Leguía tenía pasión por la aviación, había sido piloto de la Royal Air Force (RAF), en la I Guerra Mundial. Al regresar al país en 1919, fue admitido en la Armada. Ello hizo posible que su padre creara, primero, la aviación naval; luego, la Dirección General del Servicio de la Aviación Militar, por D. Supremo del 6-04-1921, y se le nombró director de la nueva dependencia oficial. A toda costa, el Presidente quiso tener el respaldo de esta nueva fuerza militar para lo cual dispuso su reorganización promulgando la Ley N° 4935, de 12-02-1924, y su hijo fue ascendido a capitán de fragata, por encima de los reglamentos existentes.
Empero, lo más importante es que al inicio del oncenio se realizaron construcciones de grandes obras públicas, lo cual generó muchos puestos de trabajo con sueldos y salarios dignos y justos. Avenidas por Lima, carreteras vía al Callao y al interior del país, represas, irrigación de la costa, como las pampas Imperial, en Cañete; Olmos, en Lambayeque, proyectadas y ejecutadas por el ingeniero C. M. Sutton; electrificación, edificios y monumentos para conmemorar el primer centenario de la independencia nacional (1921) y con mayor magnificencia igual celebración de las batallas de Junín y de Ayacucho (1924), con certámenes internacionales a los que fueron invitados los más renombrados intelectuales del derecho, de la historia y de la política. Entre ellos, estuvo el joven y célebre jurista penalista español Luis Jiménez de Asúa (1899-1970), quien alabó la calidad de los recientes códigos penales puestos en vigencia en el país. Además de las obras materiales y espirituales, también sancionó una serie de leyes en beneficio de los trabajadores, como la Ley N° 4916, de 1924, que otorgó la estabilidad laboral para los empleados de comercio. En adelante, solo cabía el despido previo aviso, pago por indemnización proporcional al tiempo trabajado, vacaciones, etc. El empleado si quería retirarse también quedaba obligado a comunicarlo con anticipación. Sin duda, en suma, la larga e inconstitucional administración leguiísta modernizó al país.
En este contexto, Leguía comenzó a acumular los títulos y agasajos de pleitesía y absoluta sumisión que la gran mayoría de peruanos le dispensaba: inca Viracocha, único salvador de la patria, gran constructor y maestro de la juventud, etc, hasta que cometió el error de reformar la Constitución que él había promovido y promulgado para ir a la reelección, la cual ganó sin mayores esfuerzos. Empero, la soberbia, la corrupción y el enriquecimiento de sus colaboradores, más la equivocada decisión de constreñir la libertad violando el orden constitucional y legal, amén de propiciar la consagración del Perú al Corazón de Jesús, por persuasión del arzobispo de Lima, Emilio Lisson (1924), puso en guardia y línea de lucha a los flamantes gremios sindicales y a los estudiantes universitarios sanmarquinos que antes lo habían aclamado. Ahora, en la oposición, eran cruentamente perseguidos, encarcelados –como el caso del más tarde conspicuo historiador de la República y abogado, Jorge Basadre Grohmann (Tacna 1994-Lima 1980) y deportados –como sucedió, justamente, con el líder estudiantil y luego fundador del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre (Trujillo 1895-Lima 1979)-, privilegiando el equivocado y antiguo concepto de “orden público”, legalizado por encima de lo jurídico y del valor justicia.
Desde entonces, la política peruana se caracterizó por compra de voluntades y conciencias. Se oprimió al pueblo y concluyó la primavera democrática de conquistas de derechos y justicia social. Los nuevos ricos coparon los cargos públicos y la realización de grandes obras de infraestructura para las cuales se solicitaron muchos empréstitos millonarios que facilitaron el robo sistemático y escandaloso del Erario Nacional. Mientras tanto, Leguía llegaba a acuerdos internacionales entregando territorio nacional al par de distraerse religiosamente en el hipódromo de Santa Beatriz, que él había mandado construir como buen amante de las carreras de caballos. No en vano era propietario del importante stud............ Habían pasado los días aurorales en los cuales se confundía con la gente de la calle, con el hombre común y corriente, conversando y repartiendo saludos y abrazos. Así llegamos a 1930.
INICIO DEL FINAL: EL COMANDANTE SÁNCHEZ
El viernes 22-08-1930, en Arequipa, se sublevó el comandante del Ejército, Luis Miguel Sánchez Cerro. Oficial nacido en Piura, con una oscura carrera que no acreditaba mérito académico alguno. Sólo había destacado como audaz, valiente y hasta temerario militarista, al par de “sobón” y acomodaticio. En este contexto, ya había sido autor de un fallido levantamiento como muchos otros que se dieron a lo largo de los 11 años de administración leguiísta. En verdad, la suerte del comandante Sánchez fue que su nuevo intento golpista lo daba en la ciudad del Misti y que contó con el apoyo de ilustres abogados y otros profesionales “characatos” que gozaban de prestigio y de la admiración del pueblo.
En efecto, el “cuartelazo” del “mocho” Sánchez Cerro -llamado así por haber perdido un dedo –cuando era teniente- en el golpe de Estado del 4-02-1914 que encabezó el coronel Óscar Raimundo Benavides Larrea contra el presidente civil Guillermo Billinghurst-, de inmediato, fue respaldado por el abogado José Luis Bustamante y Rivero (Arequipa 1894-Lima 1989), autor de “El manifiesto a la nación”. Así también del decano del Colegio de Abogados de Arequipa, Francisco Gómez de la Torre, quien le solicitó al comandante “la destitución de todos los jueces que habían sido nombrados durante el régimen leguiísta”. Clemente J. Revilla Villanueva (Chuquibamba, Arequipa 1873-Lima 1944) y José Manuel García-Bedoya Frías (Lima 1866-1940), nombrados prefecto y subprefecto de Arequipa, respectivamente, etc. Muy lejos estaba Bustamante y Rivero de saber que sería presidente de la República (1945) y que también sería víctima de un golpe de Estado (27-10-1948). Así también que sería decano del Ilustre Colegio de Abogados de Lima (1960), luego juez de la Corte Internacional de Justicia de La Haya (1960) y cuatro años más tarde elegido su presidente de ese alto tribunal (1964).
Empero, regresemos a Leguía. Éste pensó que la revolución arequipeña era una revuelta más y que no merecía mayor preocupación. Igual percepción asumió la mayoría parlamentaria oficialista, máxime, los presidentes de las cámaras tanto de senadores como de diputados, Roberto E. Leguía y Salcedo (hermano del dictador) y Foción Mariátegui Ausejo, respectivamente. De ahí que el mandatario siguió con su ritmo de vida acostumbrado y había manifestado su deseo de renunciar si ese fuera el caso. Tanto es así, que el domingo 24 de agosto se fue –como todos los domingos- a disfrutar de su hobby favorito en el hipódromo de Santa Beatriz. Empero, en medio de las carreras recibió una llamada urgente de Palacio que le hizo abandonar ipso facto el lugar, seguido de su corte de aduladores.
¿Qué había sucedido? Era el inicio del final con la renuncia del presidente del Consejo de Ministros y abogado, Benjamín Huamán de los Heros (San Miguel de Sóndor, Huancabamba, Piura 1878-Lima 1936), por presión de la Junta de Gobierno recientemente instalada, nombrada e integrada por jefes y oficiales de las dos Fuerzas Armadas –Ejército y Marina- y también de la Guardia Civil. Todos ellos bajo el mando del general Manuel María Ponce, perteneciente al Ejército y quien aceptó órdenes del comandante Sánchez, habida cuenta que Arequipa, en pleno, respaldaba su revolución. Nótese que guardias civiles y aviadores que tanto recibieron de Leguía, no tuvieron empacho alguno en adherirse al golpe de Estado que, en verdad, era contra una corrupta dictadura que ya había desbordado todos los limites de la legalidad y de la constitucionalidad. Para entonces, Leguía tenía más enemigos que simpatizantes y amigos.
El día 25, Leguía entregó su dimisión ante la aludida Junta. De Palacio de Gobierno fue trasladado a La Punta (Callao), en compañía de su hijo, el coronel de aviación Juan Leguía Swayne, con el fin de que abordaran el crucero AP “Almirante Grau”, que los llevaría, supuestamente, al exilio. El 27 en la tarde, aterrizó en Lima –en el campo del Country Club- el avión -piloteado por el estadounidense Elmer Faucett-, que trajo de Arequipa al diminuto “militar golpista” o militarista. El 28, el general Ponce entregó el poder al desconocido comandante Sánchez, quien, no obstante esa realidad, juramentó el cargo de presidente provisorio, rodeado y aclamado por el pueblo. Leguía –el hombre más poderoso del país- había caído con un simple alzamiento de un comandante oscuro de color y desconocido de fama.
SÁNCHEZ CERRO EN LIMA
Ya en Lima, el militarista de turno nombró como primer ministro al ilustre jurista y acérrimo enemigo de Leguía, José Matías Manzanilla Barrientos, quien, desde inicio del siglo XX, había representado al más puro y rancio civilismo, como ya hemos visto. También contó con el respaldo de los juristas Diómedes Arias Schreiber (Lima 1888-1959), quien, sin empacho alguno, se instaló en el decanato del Colegio de Abogados de Lima (CAL) sustituyendo al renunciante decano Carlos A. Calle (Arequipa 1879-Lima1947) –hijo del ilustra jurista Juan José Calle (Lampa, Puno 1851-Barranco, Lima 1929)-, perseguido por leguiísta. Entonces, Arias, expresó: “El foro de la capital se adhiere al propósito de la Junta Militar de reformar la organización del Poder Judicial en armonía con las necesidades nacionales”.
Empero, el Poder Judicial en la persona del vocal supremo Anselmo V. Barreto León (Lima 1865-1950) no demoró en acercarse a Palacio y rendir pleitesía a su nuevo ocupante precario. Sánchez le manifestó que sancionaría a los jueces que habían delinquido y por D. Ley N° 6875, de 4-09-1930, cesó a los vocales Ángel Gustavo Cornejo Bouroncle (Arequipa 1875-Lima 1943), Benjamín Huamán de los Heros, Óscar C. Barrós, Juan José Granda San Bartolomé (1862-1944) y José Matías León, y a los fiscales Plácido Jiménez y Heráclides Pérez. En este contexto, mediante D. Ley N° 6876, de la misma fecha, nombró como vocales titulares de la Corte Suprema de Justicia de la República a José María de la Jara y Ureta (Lima 1879-Río de Janeiro 1932), quien no aceptó por ser nombrado por un dictador. En su reemplazo, el golpista designó a Octavio Santa Gadea.
Lo otros vocales nombrados fueron: Julio C. Campos, Eulogio Ugarte, Manuel Benigno Valdivia y Enrique G. Vélez y fiscales titulares a Ezequiel Muñoz y Fernando Palacios, quienes gustosamente aceptaron su nuevo rol y responsabilidad. Finalmente, por D. Ley N° 6877, de 5-09-1930, se sustituyó al vocal e ilustre jurista y profesor universitario Eleodoro Romero Salcedo (Lambayeque 1855-Lima 1931) por Raúl O. Mata, al conocer el rechazo del primero al golpe de Estado y, además, porque era primo del mandatario depuesto. Basadre apunta: “No hubo protestas en el Poder Judicial ante las drásticas medidas adoptadas para “desleguizarlo”.
De esta manera, el gobierno de facto intervino en el Poder Judicial al igual como sucedió en 1839 con el general Agustín Gamarra Messia; en 1855 con el general Ramón Castilla y Marquesado; y, en 1866 con el general Mariano Ignacio Prado Ochoa. El primero para acabar con los jueces puestos por la administración de la Confederación Perú-boliviana (Luis José de Orbegoso y Moncada y Andrés de Santa Cruz Calaumana). El segundo para eliminar la influencia conservadora del gobierno de José Rufino Echenique Benavente y de los curas y abogados Francisco Xavier de Luna Pizarro Pacheco (Arequipa 1780-Lima 1855) y Bartolomé Herrera Vélez (Lima 1808-Arequipa 1864). Y, finalmente, el tercero con el fin de terminar con la influencia conservadora que había restablecido el presidente José Antonio Pezet Rodríguez.
TIRANÍA CONTRA LEGUÍA
El comandante Sánchez inició su tiranía viendo con agrado de que se le identificaba como el sucesor y verdugo de Leguía. Por ello, el mismo 27-08-1930 dispuso que el crucero AP. “Almirante Grau” regresara al Callao y depositara en el penal de la isla San Lorenzo a Leguía y a su hijo, en calidad de detenidos políticos. En otras palabras, los encarceló. Asimismo, ordenó que, de inmediato, sean sometidos a juicio criminal por corrupción y enriquecimiento ilícito, debido a las grandes comisiones que habían recibido por la concesión de obras, empréstitos internacionales, etc. (2-09-1930). La acusación política se convertiría, tres meses después, en acusación fiscal. Luego, sin tomar en cuenta la defensa del abogado del acusado, en la sentencia que nunca se leyó ante Leguía por los hechos que más adelante detallamos.
Con estas arbitrarias, ilícitas e inconstitucionales medidas de Sánchez, comenzó la agonía de Leguía. Por ello es que el historiador Héctor López Martínez señala que el proceso contra Leguía “se asemejó más a una venganza política de la oposición (liderada por Sánchez Cerro)”. Para evitar cualquier fuga concertada por algunos influyentes leguiístas –tanto militares, marinos y policías como civiles-, el ex dictador y su hijo fueron trasladados de la isla San Lorenzo a la Penitenciaría de Lima (Panóptico), a las 3 y media de la madrugada, del 3-09-1930. Ambos fueron puestos bajo el control del comisario Belisario Mora, quien era enemigo personal del ex presidente, habida cuenta que éste había ordenado encarcelarlo cuando pretendió levantarse contra su régimen autoritario. Mora se vengó al disponer la incomunicación de los presos, al extremo que al enfermar Leguía, su hijo Juan, le ponía la sonda y las inyecciones, sin ser enfermero ni médico.
En este marco de la situación, también fueron acosados los abogados, políticos, periodistas y empresarios-financistas leguiístas, como Víctor Manuel Maúrtua Uribe (Ica 1865-Atlántico 1937), Mariano Hilario Cornejo Zenteno, Pedro José de Rada y Gamio (Arequipa 1873-Lima 1938), Foción Mariátegui Ausejo, Celestino Manchego Muñoz, al abogado y periodista Clemente Palma (Lima 1872-1946) –hijo del famoso tradicionista Ricardo Palma Soriano-, al ingeniero mecánico-eléctrico Fernando Reusche, entre otros.
ABOGADO DE LEGUÍA
Desde la Penitenciaría, después de casi dos meses de silencio absoluto, Leguía pudo remitir una carta personal, escrita de su puño y letra, al abogado Alfonso Benavides Loredo (30-10-1930), quien era su amigo y le solicitaba que le vea a la brevedad posible porque tenía que hacerle una consulta.
Alfonso Benavides Loredo (Lima 1893-1939) acudió al llamado y no obstante las dificultades que tuvo para la entrevista –siendo mayores las que se interpusieron para que él conversara libremente con el consultante- escuchó al ex presidente, quien le solicitó que le patrocinara en el juicio que le seguía el Estado por la acusación política del gobierno del comandante Sánchez.
Fue así como el abogado Benavides Loredo, titulado por la UMSM en 1918, a los 25 años de edad, doctor en Jurisprudencia, Ciencias Políticas, Económicas y Administrativas, aceptó defender a Leguía, mas no al régimen leguiísta. En este contexto, fue el valiente y solitario abogado que patrocinó al defenestrado y odiado dictador. Se apersonó a la causa, empero no lo citaron para nada. Es más, solicitó copias certificadas de las diligencias judiciales efectuadas con anterioridad a su apersonamiento, lo cual fue ignorado y no atendido. Una de ellas, por ejemplo, cuando el Tribunal dispuso que se abriera la caja de caudales de Leguía (13-09-1930), que éste tenía en Palacio. Sobre el particular, algunos historiadores – y medios de comunicación de entonces- mal informados señalan que Benavides participó en esta actuación judicial, lo cual resultaba imposible porque para esa fecha aún no era el abogado del procesado. Lo que sí es cierto que se le impidió por la fuerza estar presente en otras diligencias, tal como él mismo lo denunció en su alegato, y que lo veremos más adelante y en su oportunidad.
Debemos ser honestos, en honor a la verdad histórica y jurídica, que durante la estancia del ex dictador en el Panóptico, éste no gozó de ningún privilegio o distinción, pese a encontrarse enfermo. Es más, Benavides Loredo fue detenido en la comisaría del sexto, por 24 días, sin razón alguna que no sea haber aceptado la defensa de Leguía, y, más aún, hacerla con celo, eficiencia y pasión, puesto que había asumido el reto de verificar ante el Tribunal juzgador y ante la opinión pública la inocencia del ex Presidente.
Los posibles jueces y fiscales que tendrían a cargo el proceso, se preguntaban, en concreto ¿cuáles son los cargos o delitos? ¿Éstos, a partir de qué fecha se le imputaría? ¿Cuáles serían los códigos a aplicar? En verdad, esos eran los temas de conversación y hasta polémica en los predios judiciales y conversaciones entre juristas y abogados.
Por esos días hubo cambio de ministros, y entre los recién nombrados estaban dos reconocidos abogados. Uno, el autor intelectual del “arequipazo”: Bustamante y Rivero, quien ocupó la cartera de Justicia e Instrucción. Y, el otro, Manuel Augusto Olaechea Olaechea (Lima 1880-1946), se hizo cargo del ministerio de Hacienda y Comercio. Éste era hijo del ilustre jurista y político pierolista Manuel Pablo Olaechea Guerrero (Ica 1843-Lima 1913).
No obstante la incorporación de estos ilustres letrados al Gabinete, el nuevo dictador Sánchez Cerro arreció su política represiva sometiendo a los civiles al fuero militar y estableciendo las cortes marciales (DD. Leyes n°s 6881 y 6882, de 26-09-1930). Se disolvió a la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP) por D. Ley N° 6926, de 12-11-1930. Se decretó estado de sitio para varios departamentos y se restablecieron muchas normas dictadas durante la dictadura leguiísta. Por ejemplo, el D. Ley N° 6929, que sometió a consejo de guerra y sanción de fusilamiento para los que atentaran “contra la seguridad del orden público”, sea por actos de violencia, de palabra o mediante escritos. Luego, se dictó el D. Ley N° 6961, de 4-12-1930, llamada ley de imprenta que sancionó los delitos de difamación, calumnia e injuria, etcétera. De ahí el gran rechazo al equivocado concepto de “orden público” - que impusieron, primero Leguía y después Sánchez Cerro-, según el ilustre político aprista y jurista Luis Alberto Sánchez Sánchez (Lima 1900-1994).
PROCESO CONTRA LEGUÍA
Recordemos que primero estuvo preso en la isla San Lorenzo, luego en la Penitenciaría de Lima (Panóptico) y, finalmente, en el Hospital Naval de Bellavista (16-11-1931), trasladado de emergencia por su mal de próstata, el cual se complicó con una bronconeumonía. Del hospital, tres meses después, salió muerto.
El proceso penal se inició el 17-09-1930, cuando el entonces juez instructor Felipe Umeres junto con el escribano Juan Callirgos, le tomaron su instructiva. Fue la primera y también la última declaración que se le solicitó al ex-presidente encausado. El Ministerio Fiscal pidió una reparación civil de 25 millones de soles. El flamante Tribunal de Sanción Nacional, creado por D. Ley N° 7040, de 31-08-1930, se avocó al caso. En verdad, - y hay que decirlo de una vez - fue un tribunal creado específicamente para juzgar a Leguía y a sus amigos, lo cual, a todas luces era inconstitucional e ilegal. Violaba tanto la Constitución de 1920 como la Ley de 28-09-1868. En definitiva, se incumplía la prohibición de juicio por comisión, tribunal distinto o fuera de la jurisdicción del juez natural (Art. 155) y, para el ex-mandatario en concreto, el derecho a ser acusado por la Cámara de Diputados (Art. 95), y, también, se burlaba lo establecido para juzgar a los altos funcionarios. Empero, lo más importante, se le arrancaba de su juez natural. Esto era, primero la acusación en el Congreso y, luego, el proceso ante la Corte Suprema de Justicia.
Así también, aunque ello, indirectamente, en defensa del acusado, el Tribunal rechazó la solicitud del abogado y rico hacendado cusqueño Víctor J. Guevara, para asistir y estar presente en la instrucción del ex presidente Leguía. Este letrado pertenecía a los círculos intelectuales de Cusco, al igual que el abogado y escritor moqueguano Luis Eduardo Valcárcel Vizcarra (Ilo, 1891-Lima 1987), autor de su incitante Tempestad en los Andes (1927). Éstos y otros ciudadanos, que se apuntaban hacia la tendencia izquierdista, querían o pedían “fusilar” al ex dictador.
Dicho sea de paso, al hijo menor del dictador, coronel aviador Juan Leguía Swayne, se le presentó en audiencia pública el 19-01-1931, en el juicio que también se le seguía a la empresa “E. Ayulo y Cía.”, y a los señores Estuardo Masson y Pedro Larrañaga. Los otros hijos de Leguía –Augusto y José- tuvieron más suerte, unos huyeron y otros pudieron asilarse en diversas embajadas, como también sus hermanos. Sin embargo, en un acto más de arbitrariedad como los anteriormente apuntados, los procesos contra los hijos del ex mandatario fueron acumulados en el proceso contra éste, contraviniendo los principios generales más elementales de derecho y justicia. Esto es que “el hombre sólo debe responder del daño que causa con sus hechos”; que “nadie puede ser perjudicado en odio de otro”, etc. Empero, los hijos y parientes tuvieron más suerte al sobrevivir al tirano Sánchez. De ahí que, en 1933, Juan fue puesto en libertad y viajó a México, donde se instaló y se dedicó a la venta de armas para los países centroamericanos. Ahí lo encontró el maestro y constituyente de 1931, Luis Alberto Sánchez Sánchez, quien había sido deportado por el presidente y tirano Sánchez –ningún parentesco con el ilustre jurista e historiador- al haber desenvainado su espada contra los congresistas apristas.
ACUSACIÓN CONTRA LEGUÍA
El Tribunal de Sanción Nacional, encargó a la Segunda Sala, el juzgamiento contra Augusto Bernardino Leguía y Salcedo, ex Presidente del Perú, de 1919 a 1930. Asimismo, decidió llevar el juicio bajo un “procedimiento sumarísimo” aplicando normas del nuevo Código de Procedimientos Criminales de 1920 (Código Cornejo). Los fiscales –miembros del Ministerio Fiscal, entonces- acordaron que para calificar los delitos, el período de comisión de los mismos lo dividieron en dos partes. La primera, por los delitos cometidos de 1919 a 1923 correspondiéndole el viejo Código Criminal de 1863; y, la segunda parte, por los ilícitos que se le imputen a partir de 1924 hasta 1930, bajo el Código Penal de 1924 (Código Maúrtua).
En consecuencia y en honor a la verdad histórica y jurídica, Leguía fue procesado y tuvo derecho a la defensa que ejerció valiente, ejemplar y brillantemente el conspicuo letrado Alfonso Benavides Loredo. Empero, asimismo, hay que dejar constancia que, por un lado, el proceso fue llevado a cabo de manera ilegal, de forma arbitraria y realizado al antojo de los miembros militares de la Segunda Sala del Tribunal de Sanción y el silencio cómplice de los fiscales supremos del Ministerio Fiscal de la Corte Suprema de Justicia. Por otro lado, que limitaron el derecho a la defensa, intimidando, persiguiendo, encarcelando al abogado defensor, quien no escatimó esfuerzo ni coraje para denunciar dentro del juicio y fuera de él –ante la opinión pública- los atropellos cometidos contra su persona.
En concreto, los fiscales centraron su dictamen acusatorio contra Leguía por la comisión del delito de enriquecimiento indebido o ilícito y en un plazo de tres meses se avocaron a investigar, registrar y pesquisar todo lo del ex Presidente. Asimismo, a su amigos, parientes, seguidores políticos, etc. Se buscó información en todos los registros públicos de propiedad: inmueble, prenda agrícola y mercantil, venta a plazos, etc. Se acumuló un expediente de 600 páginas y los fiscales justificaron la carencia probatoria arguyendo “la limitación de tiempo para la investigación”. Empero, en verdad y en la realidad, nada quedó sin investigar.
SEGUNDA SALA DEL TRIBUNAL DE SANCIÓN
Por la seriedad de esta investigación revisionista de la historia jurídica y de la integridad del abogado defensor Benavides Loredo, no podemos dejar de mencionar quiénes fueron estos fiscales supremos que integraron la Segunda Sala del Tribunal de Sanción. Lamentamos su actuación de entonces, porque posteriormente, quizá quisieron reivindicar el daño causado y sus apellidos, con una actuación más transparente y honesta, que les permitiera alcanzar el más alto puesto en el Poder Judicial. Algo similar o parecido a lo sucedido con el inefable y dialéctico Manuel Lorenzo de Vidaurre y Encalada (Lima 1773-1841), quien no es, en verdad, un paradigma o ejemplo para nadie ni para nada.
Pues bien, estos fiscales supremos fueron: Carlos Zavala y Loaiza (Lima 1882-1957) y Fernando Palacios. El primero, llegó a ser más notable que el segundo, de quien hemos perdido sus pasos. La Segunda Sala del Tribunal de Sanción fue presidida por el coronel Pásara e integrada por los vocales: capitán de navío AP Manuel A. Sotil, capitán de fragata AP Enrique Maura, los capitanes de ejército Demaison y Panizo. Secretario: Mendoza. Relator: José Valencia Cárdenas. Sobre estos últimos nada nos interesa porque su infame actuación debe ser castigada con el olvido de lo poco bueno que hicieron en su vida, si realmente lo llegaron a hacer. En todo caso, es el momento de resaltar la integridad de hombres buenos, demócratas a carta cabal y conscientes de que es mejor rechazar la “toga y la presea” antes de traicionar la dignidad y el amor al buen nombre. Fue el caso, lo repetimos, del ilustre jurista y político José María de la Jara y Ureta.
Como esta Sala cumplía función de persecución e instrucción contra los delitos de enriquecimiento ilícito, contó con cinco jueces instructores fueron Carlos Alberto Izaguirre, José Antonio Univazo, Manuel María Vargas, José Távara y Raúl Alejandro Núñez Gómez.
LA DEFENSA DE BENAVIDES
Benavides Loredo –no obstante todos los obstáculos y dificultades ya mencionados- presentó ante el Presidente de la Segunda Sala del Tribunal de Sanción su alegato (“Refutación del Dictamen de los Fiscales), el 2-01-1931. Dicho sea de paso, el diario El Comercio lo publico el martes 6-01-1931.
Comenzó argumentando la ilegitimidad del Tribunal de Sanción para juzgar a su patrocinado en mérito a la prohibición constitucional “de todo juicio por comisión”, fundamentando que este derecho de garantía procesal fue consagrado desde la Constitución de 1828 hasta la vigente, a esa fecha, con la finalidad de asegurar que los ciudadanos sean juzgados por sus jueces naturales y no tribunales distintos. Es más, abundó con citas de egregios tratadistas nacionales como Luis Felipe Villarán Angulo (Lima 1845-1920) –padre del no menos ilustre constitucionalista Manuel Vicente Villarán Godoy (Lima 1873-1958), José Gregorio Paz Soldán y Ureta (Arequipa 1808-Lima 1875), Juan Antonio Ribeyro Estrada (Lima 1810-1886) y Luis Felipe Paz Soldán; así también, hizo un sesudo análisis de legislación constitucional comparada.
En este mismo contexto, pidió una aclaración fundamental puesto que el enjuiciamiento deviene en impertinente, toda vez que no se sabe en cuál condición se le juzga ¿Cómo ciudadano? o ¿Cómo ex Presidente? Si fuera la primero le correspondería tribunales comunes. Si fuera lo segundo, ha debido ser acusado, en primer lugar, por las Cámaras y luego ante la Corte Suprema, empero no se ha dado, lo uno ni lo otro.
Finalmente, en esta línea de defensa de la incompetencia del Tribunal, Benavides concluyó que ello no sólo era para proteger al ex mandatario, sino a todos los procesados ante ese Tribunal en el presente y en el futuro para cualquier ciudadano en la medida que se le quiera desconocer el derecho a su juez natural.
En la segunda línea e defensa, por un lado, precisó que el Presidente de la República no es responsable de nada constitucionalmente, “de ninguno de sus pensamientos ni de ninguno de sus actos”. Que solo es responsable “ante el Tribunal de Dios en el Cielo y ante el Tribunal de la posteridad en la Tierra”. En consecuencia, es irresponsable por lo que hayan hecho o dejado de hacer sus ministros o funcionarios de su gobierno o administración.
De otro lado, se propuso probar que su patrocinado, en otrora rico y exitoso hombre de negocios y seguros, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, casado con una rica heredera, Julia Swayne y Mariátegui –nieta del prócer de la Independencia y notable jurista, político y masón, Francisco Javier Mariátegui y Tellaría (Lima 1793-1884)- con la cual tuvo 7 hijos y llegó a ser apoderado de la testamentaria Swayne, en Londres, no había incrementado su patrimonio, sino, por el contrario, lo había perdido, llegando hasta el extremo de haber quedado en la ruina. En otras palabras, para Leguía, el haber gobernado al país durante once años lo había llevado o empujado a la quiebra, por tanto, en los hechos, el Estado –léase Tribunal de Sanción Nacional- no podía demostrar que el acusado se había enriquecido ilícita o indebidamente ejerciendo el poder. Esto es, que fue a expensas del Estado y sin causa justa. En este caso, fue igual ya que los fiscales no pudieron probar: 1) Enriquecimiento; y 2) El daño causado al Estado, es decir “enriquecimiento sin causa, cuyo fundamento está en un hecho ilícito”, siguiendo al tratadista Planiol (Doctrina del enriquecimiento sin causa, en Revista Crítica de 1904, p. 229).
En este contexto, Benavides Loredo subrayó que los propios fiscales tuvieron que aceptar que no hubo enriquecimiento ilícito individualizado en la persona del ex mandatario, empero sí sus hijos, parientes y amigos. Es más, especulando con los hechos, éstos acusaron a Leguía de haber dilapidado los dineros tanto del Estado como su fortuna personal o, en su defecto, que su falencia o ruina era una falsedad para burlar a la justicia, ya que quizá la riqueza se encontraba en el exterior. Ante ello, el abogado solicitó reiteradamente al Tribunal que oficie al Ministerio de Relaciones Exteriores para que los consulados del Perú en las principales capitales del mundo, máxime Londres y Washington, requiriesen sobre propiedades, bienes y fortuna de su patrocinado en esos países. Ello sin duda, no fue tramitado.
Asimismo, en este orden de ideas, frente a la absurda acumulación de procesos por el enriquecimiento de los hijos o transferencia de patrimonio del entonces presidente a éstos, Benavides fue enfático al señalar: “así como el hijo inocente no debe sufrir la pena del padre culpable”, no pueden vincularse al padre las acusaciones que pudieran existir contra los hijos. En este contexto, el abogado defensor presentó como prueba los diversos procesos de embargo y quiebra que algunos acreedores del ex mandatario le seguían y habían ganado en los tribunales de Londres.
En suma, los fiscales y todo el equipo de investigación “no encontró pruebas” en ninguna de las diligencias efectuadas y las que fue impedido de asistir Benavides Loredo. Por eso, en su alegato subrayó su inasistencia en la cual se abrió la caja fuerte de Palacio, debida a la negación de defensa que le impuso el vocal de la Sala, capitán de navío AP Manuel A. Sotil. Ante ello, solicitó a la Segunda Sala que se le expidiera copia certificada del inventario de documentos y objetos hallados en dicha caja, lo cual, obviamente, nunca fue atendido y que debió enterarse por terceras personas. En efecto, no se encontró dinero ni joyas. Solo hubo algunos documentos que acreditaban alguna pequeña propiedad y otros que ponían en evidencia que el Presidente del Perú había sido declarado en quiebra, varios años atrás, en Inglaterra.
Ante todo ello, Alfonso Benavides Loredo terminó así su alegato: “Para concluir conviene hacer presente, aunque sea tal vez enojoso el repetirlo, que si en este expediente no hay datos para responsabilizar al ex-presidente señor Leguía, no es por cierto como los fiscales lo alegan, por lo “sumarísimo del procedimiento”; ni por la “limitación de las investigaciones”; ni “por lo breve del plazo”; ni por las “vallas de las fronteras”, sino porque esos datos no existen; y que, en consecuencia, la condenación es imposible porque ella no llevaría el nombre de justicia sino el de venganza” (02-01-1931).
Empero, no se trataba solo de hacer una defensa jurídica, sino, además, había que luchar contra la opinión pública que ya había juzgado al ex dictador. Ello, por un lado, porque el comandante Sánchez se había rodeado de un populismo áulico –el mismo que antes había vitoreado a Leguía- y que ahora hacía del juicio un circo, beneficiándose políticamente como el “hombre duro y honesto, dispuesto a acabar con la corrupción y la impunidad”. Por otro lado, porque tuvo al frente al sordo Tribunal de Sanción Nacional, cuyos miembros eran enemigos de Leguía y rendían más pleitesía a la toga y a la presea que al valor justicia, estando dispuestos a satisfacer los deseos del diminuto “gran líder político de turno enfundado en un uniforme militar”.
EL TRIBUNAL DE SANCIÓN NACIONAL
Fue creado por el Decreto Ley N° 7040, de 31-08-1930 (Numerado tardíamente ya que no coincide con la fecha que registra). En otras palabras, el Tribunal se constituyó de facto el día 31 de agosto, porque respondió al espíritu del manifiesto revolucionario pronunciado en Arequipa, nueve días antes (22-08-1930), empero, fue legalizado posteriormente. De ahí el número correlativo más avanzado del decreto que jurídicamente lo sustenta. El más connotado periodista de la época, Federico More, dijo del Tribunal: “una monstruosidad, bajo disfraz jurídico” (Zoocracia y Canibalismo)
En fin, en el aludido manifiesto, el jurista Bustamante y Rivero había escrito y el comandante Sánchez lo había leído: “Haremos de la honradez culto nacional; por eso perseguiremos sin dar tregua, hasta en sus últimos refugios, a la banda de rapaces que, enseñoreada hoy en la administración pública, ha amasado y amasa fortunas a costa del Erario, obligando a devolver los dineros detentados y sancionando ejemplarmente los delitos. Acabaremos para siempre con los peculados, las concesiones exclusivistas, las malversaciones y las rapiñas encubiertas”. Ello justificaba todo las ilegalidades y abusos que cometió el gobierno de facto de Sánchez, amparado en el apoyo popular con que contaba. Tanto es así, que, en verdad, el Tribunal se instaló de hecho el 4-09-1930, bajo la presidencia del coronel Enrique Ballesteros, actuando de fiscal letrado el coronel Gregorio Mercado e integrado por los vocales: el abogado Germán Aparicio Gómez-Sánchez (Lima 1879-1948), el ingeniero Adolfo Laynza y el mayor de Ejército Armando Aguirre. Secretario letrado: Pedro Bustamante Santisteban. Relator letrado: Edilberto Boza.
El 9-09-1930, mediante el D. Ley N° 6878 (numeración anterior al D. Ley N° 7040) se aprobó las normas de funcionamiento y regulación del Tribunal de Sanción. Su finalidad fue investigar, descubrir y denunciar todo acto de corrupción, peculado y otros ilícitos cometidos por los funcionarios públicos, desde el 4-07-1919 hasta el 31-08-1930. Empero, lo más grave fue que al Tribunal de Sanción Nacional se le otorgó, mediante esta norma, las mismas prerrogativas y categoría que la Corte Suprema de Justicia. Nadie dijo nada y todos se acomodaron.
Con el D. Ley N° 6902, de 14-10-1930, se incluyó también a los particulares enriquecidos ilícitamente. Esta última norma se dictó para legalizar la detención y enjuiciamiento de ciudadanos y empresarios que no habían desempeñado función pública y que fueron tomados presos junto con los primeros. El diario La Crónica (16-09-1930) publicó una larga lista de éstos, en general.
LOS JUECES DEL TRIBUNAL DE SANCIÓN
Mediante el D. Ley N° 6910, de 28-10-1930, se aprobó el Estatuto del Tribunal y quedó establecido que estaría conformado por dos salas. La primera integrada por vocales supremos y fiscales y la segunda por oficiales del Ejército y de la Armada y dos fiscales supremos para la calificación de los delitos. Además, contaría con cinco jueces instructores, tal como ya lo hemos visto. Lo cierto, tal como apunta el historiador de la República y abogado Jorge Basadre Grohmann (Tacna 1803-Lima 1980), fue una contextura híbrida que hizo que el Tribunal sea inoperante. Empero, los integrantes fueron nombrados y actuaron parcialmente hasta que por desuso y cambio de gobierno dejaron de ejercer tal función.
Como ya hemos nombrado a los integrantes de la Segunda Sala –que fue la encargada de procesar a Leguía-, ahora nos toca señalar a los que fueron parte de la Primera: Anselmo V. Barreto León como presidente, y como fiscales y vocales Ernesto Araujo Álvarez, Ezequiel Muñoz, Felipe Umeres, Burga Larrea, Raúl O. Mata y Manuel Benigno Valdivia. Secretario: José León Barandiarán (Lambayeque 1899-Lima 1987). Relator: Pedro Gazats.
En verdad, esta Sala no fue tan venal como la otra, empero, desgraciadamente, se subordinó al dictador. De igual manera, lamentamos que en ella figuren ilustres juristas que alcanzaron ese nivel en su madurez, empero, sin duda, no fueron ejemplares en su accionar durante toda su vida. Quizá la audacia de la juventud los empujó a contribuir con su genio a esta causa que no fue, definitivamente, muy justa ni, mucho menos, santa. Sin embargo, según Basadre, el Tribunal actuó prudentemente. Rechazó muchas denuncias y demostró cautela. Otras ni siquiera las tomó en cuenta.
OTRO ILUSTRE DEFENSOR DE LO JUSTO: UGARTE BEJARANO
El abogado Lizardo Segundo Ugarte Bejarano (Arequipa 1883-Lima 1941), defendió al ingeniero mecánico-eléctrico Fernando Reusche, quien había forjado una fortuna con las obras de expansión eléctrica e iluminación de Lima, con motivo de las celebraciones centenarias por las efemérides patrias, tanto la de 1921 (Independencia Nacional) como las de 1924 (Batallas de Junín y Ayacucho), y, asimismo, en algunas capitales de departamento, habida cuenta que era propietario de la compañía “Todo Eléctrico”, la más grande del país, para entonces. Empero, en honor a la verdad, él había contraído nupcias con una rica hacendada norteña y había administrado la hacienda “Taladrancas”, donde dio inicio a su fortuna.
De igual manera, Ugarte fue abogado del vocal supremo Óscar C. Barros, quien obtuvo por herencia su patrimonio, ya que su padre fundó el prestigioso “Colegio Barrós”, donde estudió la clase más pudiente de Lima que no tuvo cabida, por ideología o capacidad intelectual, para formarse en el colegio liberal Nuestra Señora de Guadalupe, a mediados del siglo XIX. Finalmente, también fue defensor del político y agricultor Celestino Manchego Muñoz, quien, por entonces, compró la hacienda “Sinto”, en Castrovirreyna, al rico hacendado Manuel Vicente del Solar Gaváz, hermano del jurista y ex primer vice-presidente de la República, Pedro Alejandrino del Solar Gaváz (Lima 1829-1909), padre del abogado y líder civilista Amador Felipe del Solar Cárdenas.
Dicho sea de paso, el reconocido letrado Ugarte, quien siempre defendió causas justas y honorables, fue padre del ilustre jurista, maestro universitario, decano de la Facultad de Derecho de la UNMSM, decano del Ilustre colegio de Abogados de Lima y ex presidente de la Corte Suprema, Juan Vicente Ugarte del Pino (Lima 1923), quien nos relató parte de lo aquí apuntado y a lo que le hemos agregado algunos recuerdos contados en los almuerzos y cenas de nuestra familia.
El Tribunal llegó a enjuiciar a los ex vocales Huamán de los Heros (también ex presidente del Gabinete Ministerial) y a José Matías León (ex ministro de Instrucción y Culto). A este último le embargaron sus bienes. Sin embargo, el vocal Óscar C. Barrós fue absuelto por el mismo colegiado, gracias a la extraordinaria defensa que realizó su abogado defensor.
RENUNCIA DE SÁNCHEZ CERRO
El ascendido general Luis Miguel Sánchez Cerró se vio obligado a renunciar el 1-03-1931, por dos razones: una, por los descontentos y alzamientos populares, y, la otra, para preparar su candidatura a la presidencia de la República, apoyada por los ricos civilistas que fueron desplazados durante el régimen del oncenio. Para ello, convocó a una junta de notables en Palacio de Gobierno, a la cual asistieron 45 personas. Ante ellas, Sánchez renunció y entregó el mando supremo al monseñor Mariano Holguín, quien, de inmediato, promovió el respeto a la Constitución –requerida por la Marina de Guerra - y auspició la designación de una Junta Provisoria de Gobierno presidida por el presidente de la Corte Suprema de Justicia de la República, Ricardo Leoncio Elías Arias (Pico, Ica 1874-Lima 1951), e integrada por el coronel Manuel A. Ruiz Bravo y el capitán de navío Alejandro G. Vinces, jefe del Estado Mayor del Ejército y comandante general de la Armada, respectivamente. Era la primera vez, en la historia republicana, que un presidente del Poder Judicial y de la Corte Suprema asumía el mando supremo por mandato constitucional. Veamos ¿cómo y por qué?
Los seis meses de gobierno de facto del comandante Sánchez fueron tumultuosos y muy cargados, tanto de violenta como de la chabacana y pintoresca personalidad del desconocido militar piurano. Aconsejado de no lanzar al ejército contra la población que ya le era hostil –incluyendo a los focos de subversión en el país que hubiera tenido que callar a “sangre y fuego”-, prefirió dimitir para regresar más adelante, con nueva careta y renovados bríos.
En este contexto, la Junta de Gobierno de Elías Arias heredó “la papa caliente”. Sin embargo, se propuso llegar a un acuerdo con los sublevados en los diferentes sitios del país. Los esfuerzos fueron infructuosos y la solución constitucional y provisoria, tampoco satisfizo a nadie. Cuatro días después, el comandante Gustavo Gutiérrez, conocido como “El Zorro” y fiel sanchecerrista, desembarcó en el Callao con sus tropas y pasó a ocupar las calles de Lima (5-03-1931). Se presentó ante el doctor presidente provisorio y le obligó a renunciar. Jiménez asumió interinamente la presidencia y luego convocó a una Junta de Gobierno que quedó en manos del veterano político pierolista y montonero David Samanez Ocampo (11-03-1931), y reservó para él, el Ministerio de Gobierno y Policía.
Sin embargo, por un lado, doce días después, el 23-03- 1931, un contingente de clases y soldados del regimiento de infantería N° 5, se sublevaron en el cuartel Santa Catalina. Apresaron a los oficiales y salieron a las calles para promover la destitución de la nueva Junta de Gobierno, el Partido Comunista respaldó el movimiento. El cabecilla fue el sargento 2° Víctor Faustino Huapaya Chacón, quien al ver el poco respaldo popular y el rechazo de otros regimientos regresó al Santa Catalina y se acuartelo. Para deponer las armas, exigió: 1) Facilidad para que los clases puedan ascender a oficiales; 2) Fusilar a Leguía y a sus principales secuaces al término de 48 horas por el delito de traición a la Patria; 3) Separar del Ejército a los altos oficiales que se habían coludido con Leguía y Sánchez Cerro, etc. Fueron reprimidos “a sangre y fuego” por el “Zorro” Jiménez.
Y, por otro lado, el 2-07-1931, el presidente del Poder Judicial y de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Leoncio Elías Arias, quien después de su ingrata experiencia de presidir el gobierno provisorio de 4 días en marzo (1931), continuó en su cargo judicial y, en tal condición protestó contra el proyecto de la administración de Samanez Ocampo de reducir los sueldos de los funcionarios y trabajadores públicos, en general (jueces, fiscales, militares, marinos, policías, civiles, etc). El supremo juez, hizo ver al Gobierno que estaba encendiendo la mecha de un nuevo foco explosivo. Afortunadamente, no prosperó.
La Junta de Samanez Ocampo fue la que creó el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), promovió la promulgación de un Estatuto Electoral que fue elaborado por consenso con la participación de las principales fuerzas políticas imperantes en la fecha y, paralelamente, convocó a comicios generales.
ELECCIONES GENERALES
El flamante JNE organizó y llevó a cabo la consulta popular el 11-10-1931, donde por primera vez votaron todos los ciudadanos alfabetos bajo el mandato del “voto es universal, secreto y obligatorio”. El general Sánchez Cerro venció a Haya de la Torre, quien había fundado el partido Aprista Peruano (PAP), el 21-9-1930, y era, sin duda, el candidato favorito. Por esta razón los resultados electorales fueron cuestionados por los apristas. Dicho sea de paso, Haya había fundado la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), en México, el 7-05-1924, después que fue deportado por Leguía.
No obstante los cuestionamientos, Sánchez Cerro instauró su nuevo gobierno constitucional el 8-12-1831. Casi un mes antes, Leguía había sido trasladado al hospital Naval de Bellavista (16-11-1831), por razones de salud, tal como lo hemos apuntado Ya nadie hablaba del proceso. El juicio había perdido “interés mediático”. Todos se olvidaron del gran inca Viracocha del siglo XX. Sin perjuicio de lo apuntado, el Tribunal de Sanción siguió trabajando, empero, con desgano y muy lentamente. En este ínterin de 9 meses se dictaron decretos leyes que deshacían y rehacían lo avanzado durante el sanchecerrato, es decir, la primera administración del militarista golpista. El mismo Sánchez centraba más su atención y sus desvelos a cómo gobernar o acabar con los apristas que constituían el principal obstáculo de su gobierno. Eliminar a Leguía le había servido para llegar al poder. Hacer lo propio con Haya, le serviría para continuar en la Presidencia de la República.
ABERRACIONES JURÍDICAS
Ejemplos del hacer, deshacer y rehacer el orden jurídico para darle marco legal al Tribunal de Sanción, son los siguientes, entre otros: el D. Ley N° 7044, de 7-03-1931, que rectificó el D. Ley N° 7043, de 28-02-1931, disponiendo que el Tribunal vea todas las causas sin excepción que fueron de competencia de la Segunda Sala. El D. Ley N° 7119, de 28-04-1931, dio por terminadas las funciones del Tribunal de Sanción y remitía los procesos a jueces ordinarios. Sin embargo, el D. Ley N° 7122, de 1-05-1931, tuvo que restablecerlo debido a que las causas en proceso no podían ser asumidas por otros jueces, habida cuenta que el Tribunal de Sanción fue creado como “un tribunal de excepción”, para “hacer juicios por comisión”
El D. Ley N° 7297, de 3-09-1931, dispuso que los juicios con sentencia fueran elevados a la Corte Superior y una vez fallados por ésta, a la Corte Suprema. Inclusive, ello también era para los procesos ya archivados, que debían ser enviados en consulta, con lo cual se violaba el “principio de cosa juzgada” (ne bis in idem). El D. Ley N° 7403, de 5-11-1931 que suspendió los efectos del D. Ley N° 7297, etcétera.
CONSTITUYENTES ANTI-LEGUÍA
En las elecciones de 1931, salió elegido en el Congreso Constituyente el abogado cusqueño Víctor J. Guevara, quien ya había mostrado su aversión contra Leguía, al solicitar su participación en el proceso, lo cual le fue denegado por el Tribunal. Pues bien, el 12-12-1931, denunció ante el Congreso de la República al ex mandatario por los delitos “de traición a la Patria, de desnacionalización de los ferrocarriles, contratación de empréstitos lesivos y los demás actos atentatorios de su administración” y, además, señaló que el Tribunal no había hecho nada para investigar y denunciar al ex dictador.
Cuatro días más tarde, el pleno del Congreso nombró una comisión examinadora y revisora de los contratos del oncenio (16-12-1931) y los constituyentes apristas Manuel Seoane Corrales –hijo del ilustre jurista, fiscal, ex decano del CAL (1924) y profesor universitario Guillermo Alejandro Seoane Abellafuertes (Lima 1848-1924)- y Luis E. Heysen Incháustegui, solicitaron la comparecencia del acusado –por si solo o por tercera persona- ante la Constituyente y que, además, el proceso fuera público. Para entonces, Leguía aún no había sido sentenciado y, lo que es peor, desde hacía un mes estaba internado y muriendo en el Hospital Naval de Bellavista (16-11-1931).
EL “ORDEN PÚBLICO” DEL PRESIDENTE SÁNCHEZ
En este recuento cronológico de hechos históricos, el 8-12-1931, Sánchez asumió constitucionalmente la Presidencia de la República, mientras Leguía agonizaba en el Hospital Naval de Bellavista. De inmediato, los problemas de gobierno se acrecentaron y tuvo que enfrentarlos con dureza, tiranía y crueldad. Ejemplo, frente a los sucesos de Trujillo (25-12-1931), tres días después, el ministro de gobierno (ex subprefecto de Arequipa) García-Bedoya Frías, envió al Congreso un proyecto de “ley de emergencia para el resguardo del orden público”, al más puro estilo fascista, utilizado en España e Italia.
La concepción de esta norma había sido “recepcionada” por nuestra legislación, desde 1922, primero en la administración de Leguía con la importación de la Guardia Civil española, y, luego, por Sánchez, en sus dos administraciones. En un principio, como el militarista golpista primero y, luego, como Presidente constitucional. En tal condición, desconfiaba de la Guardia Civil, por lo que encargó el control, mantenimiento y restablecimiento del orden público al Ejército, empero, posteriormente, consideró que esta era una función subalterna, secundaria, por lo que le fue entregada nuevamente a la Policía, en su situación de fuerza auxiliar. Es más, así se legalizó en la Constitución de 1933.
INTERRUPCIÓN DEL PROCESO
El juicio se vio interrumpido por la gravedad de la enfermedad del acusado, quien fue trasladado del Panóptico al Hospital Naval de Bellavista, en el Callao, a cargo de la Marina de Guerra, el 16-11-1931, tal como ya hemos apuntado. Habían transcurrido 10 meses desde que Benavides Loredo alegó ante la Segunda Sala la inocencia de su defendido (2-01-1931). Se guardaba un profundo y hermético silencio “militarista” y solo se hablaba de que ya estaba redactada la sentencia condenatoria y, en consecuencia, se notificaría la fecha para su lectura. El acto se haría en el mencionado nosocomio. Esa notificación nunca llegó y no hubo ninguna otra diligencia o actuación judicial. Las visitas del abogado a su cliente se fueron espaciando cada vez más. Para entonces, Leguía ya había dictado su testamento a Benavides Loredo, quien lo redactó jurídicamente (11-01-1931). Algunos historiadores apuntaron que también tuvo el encargo del ex-presidente de redactar “sus memorias”, hecho que, posteriormente, fue negado por el hijo del letrado –Alfonso Benavides Correa-, quien solo reconoce la autoría del padre en la redacción del testamento.
Pasaron dos meses de tratamiento médico con algunas mejoras, empero, sucedió lo que tenía que suceder. Augusto B. Leguía fue operado el 5-02-1932, a las 10.15 a.m., por los doctores Mac Cormack –médico estadounidense que había organizado el hospital de Bellavista-, Aljovín y Venero Guevara, pese a haberse notado cierta mejoría. Se le extrajo un tumor. Al comienzo, el enfermo reaccionó favorablemente, empero, luego un paro cardiaco le fulminó, tal como él mismo lo había presentido. La muerte se produjo a las 2 horas y 39 minutos de la madrugada del domingo 6-02-1932.
Un periodista avisado recibió la noticia y logró incluirla –en la madrugada- a pesar de que ya se había cerrado la edición y se iniciaba la impresión. De ahí que el suceso apareció en el periódico ese mismo día (La Crónica, 6-02-1932, p.3). Ello le costaría una sanción y multa al diario que pagó con gusto el millonario Rafael Larco Herrera, porque su medio de información fue el único en dar la primicia. La imposición de esta pena puso en evidencia que el gobierno hubiera querido mantener en secreto este hecho que tiró al traste todo el proceso criminal contra Leguía y el trabajo de “supuesta” moralización del Tribunal de Sanción Nacional. En este caso, en concreto, la muerte le ganó la partida a la vengativa administración del sanchecerrato.
Para entonces, la atención de los medios de información y el tema cotidiano de la opinión pública estaban centrados en los problemas políticos del Presidente Sánchez contra la oposición encabezada por los apristas, máxime, por los 23 representantes del APRA ante el Congreso Constituyente. En este olvido falleció Augusto Bernardino Leguía y Salcedo, el 6-02-1932. Su hijo Juan continuaba detenido en el Panóptico.
LEGUÍA MURIÓ SIN CONDENA
En el editorial del diario La Crónica, con motivo del fallecimiento de Leguía (6-02-1932), puede leerse la siguiente afirmación: “¡Ah si el señor Leguía hubiese podido hablar y defenderse... cuántas revelaciones, cuántas sorpresas, cuántos dorados prestigios se hubieran esfumado... cuántos habrán respirado y se sentirán tranquilos con su muerte!”.
Lo cierto es que Leguía y Salcedo había dicho: “Ni se me quiere oír, ni se me condena”, según su abogado Benavides Loredo, quien testimonió después del deceso del ex dictador. Y, en verdad, Leguía habló solo por boca de su abogado, fue su intermediario para transmitir lo que quiso, empero, sin duda, se llevó muchos secretos a la tumba. En todo caso, el hombre se encontró ahí con su propia intimidad: la soledad, cuando, en verdad, buscaba la realidad que siempre había vivido: plena integración social. No entendió, entonces, el “yo” sin el “tú”, y, en consecuencia, el “nosotros”. Miraba a todos lados y veía que se estaba solo, más solo que nunca. En definitiva, estaba muriendo, hasta que murió solo, abandonado, triste y decepcionado. Sin duda, el fin de Leguía no pudo ser más dramático. Fue operado tres veces. Quedó hecho un guiñapo humano, pesaba apenas 38 kilos. En sus últimos minutos solo vio a dos enfermeras y a un viejo sacerdote franciscano descalzo. Comprendió, en lo más profundo de su ser, que había fracasado al igual que muchos grandes hombres. No llegó a escuchar sentencia alguna que le condenara o exculpara.
En un cajón de ochenta soles fue sepultado en el cementerio de Baquíjano, en el Callao, por disposición del tirano para que no haya “alteración del orden público”. A toda costa, Sánchez quiso evitar que en Lima se le tributara algún homenaje popular, porque el pueblo ya estaba cambiando de opinión respecto al ex-presidente. Ahora le veían como “mártir” de la nueva tiranía que se había instalado en Palacio de Gobierno..
Sea dicho de paso, que con la muerte de Leguía, al decir de Luis Alberto Sánchez, se inició “el fatídico febrero de 1932. No existía ninguna posibilidad de conservar las libertades tan duramente reconquistadas. La tiranía avanzaba a pasos agigantados. Había que encararla resueltamente. Es lo que hicimos sin miedo ni jactancia”. Y es que la formación filosófica e ideológica de Haya ya había sido inculcada en sus seguidores, quienes tenían plena conciencia de que “la libertad es una dimensión existencial”. Se vive con ella , se muere por ella y, obviamente, sin ella.
Finalmente, de manera categórica, podemos afirmar que Leguía murió sin ser sentenciado, es decir, repetimos, no hubo absolución ni condena alguna. Murió procesado, con un juicio paralizado y anulado por la interrupción. En consecuencia, jurídicamente, si no hubo ni condena ni exculpación, entonces el juicio criminal contra Leguía y Salcedo fue “sobreseído” por la muerte del procesado. Empero, lo más sorprendente es que se le impuso un encierro perpetuo sin que se le leyera sentencia alguna por parte de los jueces o por los propios y nuevos gobernantes uniformados. Éstos en su condición de golpistas habían afirmado “estar preparando la vuelta a la Constitución y el normal imperio de la justicia y de la libertad” (Diario La Crónica, Lima 1-09-1930). Justicia que nunca llegó para Leguía. Al restablecerse la “democracia” con la asunción del “mocho” a la Presidencia de la República, el proceso contra Leguía pasó a un tercer plano (8-12-1930), más aún cuando el propio acusado ya se encontraba en una situación cadavérica en el mencionado hospital.
En conclusión, la verdad es que Leguía y Salcedo nunca fue condenado.
DESPUÉS DE LEGUÍA
Las grandes fortunas que se hicieron en este trágico período de nuestra historia desfalcando al erario nacional, quedaron intactas y sepultadas en la impunidad. Hasta ese entonces no se registró a gobierno tan corrupto como el de Leguía. En verdad, el del general José Rufino Echenique Benavente (1851-54) no fue tanto, comparado con la corrupción cometida durante el oncenio.
El 22-07-1932, el parlamentario Emilio Abril Vizcarra denunció la inoperatividad del Tribunal de Sanción Nacional, habida cuenta que sólo había condenado a 19 procesados y, lo peor, que éstos eran los que menos culpabilidad tenían, mientras que los grandes corruptos y corruptores quedaron impunes, no obstante de haber sido señalados por los medios de información y la opinión pública. La verdad, es que el Tribunal de Sanción tuvo un comportamiento excesivamente legalista cayendo en la pasividad y quizá hasta con la voluntad de proteger “la impunidad” a favor de los otros que no se apellidaran Leguía. Según López Martínez, “en política es muy difícil hablar de corrupción, pues todo lo que se dice o comenta queda como una leyenda histórica al no haber ningún juicio ni sentencia”.
Sobre la trágica suerte de Leguía después de su caída y kafkiano e inhumano proceso al que fue sometido, el pueblo comenzó a llamarlo el “presidente mártir”. Luis Alberto Sánchez escribió en su “testimonio personal” : “Hoy a los treinta y ocho años del inicuo sacrificio de Leguía, digo: “No, yo no fui leguiísta mientras Leguía tuvo poder, pero, después de su martirio y de la cobardía de sus enemigos póstumos, quisiera haber podido cooperar con él” (Primera edición, 1969).
Dicho sea de paso, con nuestro querido maestro Luis Alberto también conversamos sobre este proceso y, asimismo, la desnaturalización de la categoría jurídico-política que hicieron del “orden público”, tanto Leguía como Sánchez Cerro, y que, desgraciadamente, ha imperado en la costumbre de la Policía, no obstante que la Constitución de 1979 fue reformada con la Ley N° 24949, de 6-11-1988, que creó la Policía Nacional del Perú (PNP) y se le retiró la función del orden público, por ser un concepto más jurídico que policial (1988). Es más, esta concepción reformada tuvo primacía en la Constitución de 1993 y en la propia Ley Orgánica de la PNP (N° 27238), la cual fue desbordada o desconocida por el gobierno fujimontesinista al dictar el D. Supremo N° 008-2000-IN, de 4-10-2000, con el afán de reprimir al pueblo so pretexto de “mantener y controlar el orden público”, puesto que ya se conocía el “vladivideo de la corrupción” (Kouri-Montesinos, de 14-09-2000). Este absurdo normativo continuó durante la administración de Alejandro Toledo Manrique (2001-2006) a pesar de su origen constitucional y democrático.
Empero, finalmente, regresemos a Leguía. Muerto el ex dictador, por un lado, sus seguidores crearon el Partido Democrático Reformista para defender la memoria y gestión de su líder. Es obvio, que no pasó de ser un gesto romántico, ya que no alcanzó ninguna representación de importancia. Por otro lado, su ex abogado, Benavides Loredo, continuó con su ejemplar ejercicio del derecho y de la defensa de causas justas, a la par de gozar de la felicidad que le otorgaba su matrimonio con Isabel Correa.
De esta feliz unión nació Alfonso Benavides Correa (Lima 1924-2005), más tarde, ilustre jurista y diplomático, con quien conversamos en varias oportunidades sobre este controvertido caso. Más aún, cuando él quiso dejar bien sentada la posición de su padre en el patrocinio de éste a favor de Leguía, publicó un pequeño libro intitulado Defensa jurídica de Leguía ante el Tribunal de Sanción (Lima, agosto de 1952) otorgando la autoría del mismo a su progenitor, habida cuenta que la mayor parte del mismo contiene la “Refutación del dictamen de los fiscales por el defensor de Leguía”, presentado ante la Segunda Sala del Tribunal de Sanción, el 2-01-1931, copia facsimilar de la carta manuscrita por Leguía, de puño y letra, enviada desde la Penitenciaría y fechada en octubre 30 de 1930”. En ella, el ex-presidente le dice a “Benavides y Loredo”: “Me urje (sic) tener una consulta con usted y le ruego se sirva verme a la posible brevedad”; y, finalmente, una introducción que sirve para aclarar algunos equivocados conceptos y hechos no bien conocidos por el periodista lambayecano Manuel A Capuñay, quien escribió el libro Leguía (Compañía de Impresiones y Publicidad, Lima, 1952, 276 pp), que, sin duda, es una buena y completa biografía, salvo los errores de contenido jurídico que Benavides Correa se encarga de enmendar, habida cuenta que Capuñay no era abogado. Todo ello, lo hemos recogido en este artículo.